viernes, 5 de noviembre de 2010

BRONSON II: Comenzando el regreso a casa

Hoy me siento inspirado y he decidido contaros lo que aconteció tras
arrebatar el dichoso vellocino.
Sé que muchos de vosotros pensareis que con coger el vellocino ya está,
que nos tele-transportamos mágicamente a Yolcos y fin de las aventuras
argonáuticas. Qué más quisiera yo.
Resulta que a alguien se le había perdido el mapa de carreteras (o ríos
que para el caso kartofen) y la partida presupuestaria que debía gastarse en
un GPS se dedico a bordar de dorado las túnicas.¿ En qué te ayuda a orientarte
una túnica dorada? EN NADA.
Así que nos pasamos varios meses guiándonos por las estrellas. Que
esto de guiarse por las estrellas suena muy bucólico y romántico, pero durante
el día no se hace nada. Nos quedábamos totalmente parados viendo pasar
las horas no vaya a ser que cojamos la salida equivocada y acabásemos en
Cuenca, por ejemplo.
Así que un día fui a discutir con el tipo que compro las dichosas túnicas
( que por cierto los bordados de oro raspan en los bajos) sobre "economía
creativa" cuando resulta que el muy hijo de una hiena había desparecido por
completo. No sé si es que se me habían adelantado o había olido mis
"argumentos" para la discusión y había preferido saltar por la borda, la cosa
es que ya no estaba.
Al Día siguiente fui a desatar mi rabia sobre el cocinero que había decidido
servir una ensalada con queso feta y aceitunas. Eso es lo que come la
comida, a lo sumo lo que hace bonito en el plato. Si algo no ha sangrado al
ser atrapado no es digno de ir a mi estómago, pero resulta que el "alquimista
de sabores" tampoco estaba. Yo que quería usarlo como materia prima para
unos buenos filetes... pues totalmente desaparecido.
Pronto corrió el rumor entre los supervivientes que había un fantasma
en el barco o algún espíritu maligno. Ale, uno hace una broma totalmente
borracho sobre fantasmas y los muy idiotas se lo creen. Fueron como imbéciles
a preguntarle al de las entrañas que qué iba a pasar. No debía ser muy
buen lector de entrañas porque al día siguiente desapareció él. Yo no tenía
miedo, porque si algo no se puede acuchillar ni volarle la cabeza de un balazo
es que no se le puede matar y por tanto, ¿de qué me preocupo? Joder, si
tenían tanto miedo a los fantasmitas que hubiesen llamado a los cazafantasmas,
ah no espera, que ese dinero se gastó en pintar ojos en el casco del barco.
Y así uno a uno mis queridos compañeros de travesía iban desapareciendo.
El que me manchó los zapatos, el que se dejó la cubierta mal fregada...
¿Cómo se atreven a desaparecer y abandonar su puesto a bordo del argos?
Ya decía yo que se había contratado a gente poco cualificada, pero como
nadie me hizo caso, así quedarían los argonautas en la historia, como una
panda de enclenques que se dejan desaparecer de buenas a primeras. Me duele
tener que reconocerlo, pero en aquellos momentos me alegro ver a Malkovich
por allí. Puede que este más loco que un cuco que se ha comido una regadera,
pero mantenía su valor intacto. El tío hasta seguía divirtiéndose, que
todas las noches al pasar delante de su camarote se oían ruidos de sodomización
y animales monteses. Vale, a mi también me parece un degenerado, pero
hay que admitir que no se rajó en ningún momento y se mantuvo al pie del
cañón día tras día.
Pero cuando parecía que todo estaba perdido y que solo quedábamos
Malkovich, el fantasmita, el puñetero vellocino y yo, empezó lo verdaderamente
importante de esta historia. Pero eso os lo contaré otro día que hoy ya
se me ha hecho tarde.

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