viernes, 5 de noviembre de 2010

MALKOVICH II: El Ángel de La Muerte

Bienvenidos a todos, mis queridos lectores de lo inhóspito. Quienes
esto estáis leyendo, habéis llegado al final de esta revista de mierda que se hace
llamar “Fanzine for Coppola”, la cual sólo se sostiene porque yo colaboro en
ella, aún sin ver un triste maravedí.
Cierto es que estoy situado al final, y que puede que todos no lleguéis
a esta parte, pero lo prefiero así, pues sólo los valientes pueden soportar la lectura
que se les viene encima. Un terror inimaginable, mezclado con una prosa exquisita
(así soy yo, al escribir, no se hacerlo mal, no como Bronson que es incapaz
de hacer la O con un canuto).
Si recordáis, anteriormente os conté como fui embarcado bajo subterfugios
y promesas vanas en aquel destartalado bote con aires de grandeza, el
Argos, para el cumplimiento de una empresa consistente en quitarle su piel dorada
a un cordero malhablado. Naturalmente, fue Bronson con su falta de estilo
y ordinariez natural quien desoyó al pobre animal. No es que disculpe sus actuaciones
burdas y estúpidas, pero si no hubiera sido por su brutalidad congénita,
aún seguiríamos en la maldita isla tratando de coger el vellocino de los cojones,
copón; ya que esos sodomitas griegos eran incapaces de empuñar un triste
cuchillito de pelar patatas contra aquel cordero de soeces gestos y palabras.
Nada más volver al Argos, el vellocino fue colgado de un palo al lado
del timón, y cada vez que uno de los sodomitas lo veía, se inclinaba ante él con
fervor.
Yo no entendía esas estupideces, así que me fui a mi camarote deseando descansar y olvidar aquella disparatada aventura, por la que aún a día de hoy
no he recibido ni una perra chica.
Cuando me deslicé en los brazos de Morfeo (forma metafórica de referirse
a dormir, no confundir con Orfeo el sodomita que iba a bordo del barco),
comencé a agitarme del horror padecido. Ante mí, venían imágenes de súcubos
desgarrando gente inocente a cada orden mía, diablillos deglutiendo los dulces
globos oculares de todo aquel que pasaba bajo su vuelo, horripilantes bestias del
averno que desmembraban a la tripulación entera. La pavorosa pesadilla no terminó
hasta que el sol de la mañana (y un terrible dolor de ojete) me despertó. Aliviado,
me levanté del lecho. Que poco sabía, ¡cuan desconocimiento me impedía
ver la superficie!, el verdadero miedo, no había hecho más que comenzar.
No había puesto ni un pie fuera de mi camarote, cuando oí gritos y alaridos
que atenazaron mi alma, pues eran idénticos a los de mis horribles sueños
húmed… quiero decir, que se parecían a los de mis pesadillas.
En plena borda, con los intestinos saliendo de su oronda y herida barriga,
estrangulado por su propio esófago, yacía muerto el cocinero de a bordo. Se
habían acabado las tortitas mañaneras, los huevos fritos con chorizo parrillero, los
pimienticos del padrón, el mojete con panceta… todo había terminado. No podía
dejar de llorar, y no me daba vergüenza que me vieran, a partir de ahora, el viaje
iba a ser horrible.
Mi ágil e hiperdotada mente inspeccionó el grotesco cadáver en busca
de pruebas. Allí estaban, sobre las heridas que abrieron sin piedad el estómago
del finado cocinero, se veían marcas de pezuñas pequeñas pero fuertes, pezuñas
de cordero. Todo estaba claro, la relación con los hechos precedentes hubiera sido
reconocida por cualquier persona con dos dedos de frente, y una ingeniería superior
en esoterismo, ocultismo y videncia.
Mis sueños me mostraron a todos los seres del inframundo, menos a uno, al más mortífero, y al que no podía ver, porque no había un espejo en
ellos: El sátiro, única bestia del Hades que posee pezuñas de cordero. Por la
noche, me había transformado en sátiro y había matado al cocinero poseído
por un maleficio que de seguro alguna bruja escondida de Yolcos me había
lanzado. Era yo, por todos los dioses, yo era el asesino del Argos, y lo peor
de todo, era que no me podía controlar, y que en cualquier momento de la
noche podría haber más víctimas. De hecho, todos se pregutaban dónde estaba
el proveedor de túnicas y enseres grecorromanos, que por lo visto había
desaparecido antes que el cocinero, pero como no vi su cadáver y yo soy ver
para creer, siempre pensaré que no estaba muerto no no, que estaba tomando
cañas lerelerele.
Las noches siguieron pasando, y los sueños húmed… las pesadillas
de demonios continuaron, y cada mañana un nuevo muerto se añadía a
la tripulación. Bronson no hacía más que reírse, decía que ni asesinatos ni
nada, que todo eran mareos exagerados. Dios, como lo odiaba. A la terrible
muerte del cocinero, siguieron las no menos salvajes muertes del vigía, dos
remeros, una meretriz de a bordo, la vieja de los cupones de la ONCE, el
animador de las fiestas del barco, y hasta el sacerdote confesor. Cada vez
tenía menos escrúpulos, nada se escapaba a esa furia ciega que me embargaba.
Y por si fuera poco, como recuerdo presente durante el día de mis transformaciones
en sátiro (no cabía duda, pues cada muerte presentaba huellas
de cordero y marcas de cuernos enroscados), el escozor en mi virginal ojete
persistía. Un pequeño resto del calor infernal con que todo lo arrasaba durante
las noches.
¿Puede alguien imaginar el horror que atenaza al ser humano
cuando no puede controlar aquello que hace? No me refiero a las drogas, ni al estado alterado por la embriaguez, sino a un estado superior y más
peligroso que todo ello, que sólo puede ser causado por un maleficio de
magia antigua y poderosa.
Queridos lectores, no podéis ni entender como me sentía, y es
que, cualquier persona que habría descubierto lo que yo estaría desolada,
pero si esa persona además posee una inteligencia superior a la de
todos los demás, si es considerado con homo – superior (u homo – novus
si lo preferís) por toda la raza humana, si su descendencia del mono está
tan diluida que casi se podría hablar de otro eslabón de desarrollo en la
cadena evolutiva, entonces, mis queridos lectores, entonces todo es mucho
peor. Tu vida pasa por delante y crees que has llegado a una horrible
espiral de la que jamás podrás salir.
Los días continuaron, y con cada día, con cada noche de pesadillas
y sueños humed… de pesadillas tan sólo y un poquito de dolor en
el ojete, más tripulantes morían.
El resultado era tal, que se podía decir que los oficiales de mayor
rango allí, éramos yo y el soplapollas de Bronson. Había que tomar
decisiones, había que dirigir el barco a algún lugar donde pudiéramos
cazar y abastecernos, donde descansar de todos esos sueños húmed…
pesadillas y de tanto dolor de ojete. La travesía tomaba un nuevo y desconocido
rumbo, aventuras sin parangón se sucederían, y ¿Quién sabe?
Quizás un embate del destino, y el maleficio del sátiro malhumorado
acabarán con el maldito Charles Bronson, de una vez por todas.

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